Yo no inventé ese doble término. Alguno de mis más allegados lo han ido acuñando a base de conocer mis acciones y reacciones. Así de sencillo. No soy ni mucho menos un tipo especialmente valiente y tirado hacia adelante en todo. A menudo en mi vida personal, dudo demasiado y no doy pasos que serían necesarios dar, pero en otros momentos, y como de un reto de autosuperación necesario fuera, soy capaz de hacer cosas seguramente nada fáciles. Esa 'necesidad' de buscar mis límites y ponerlos a prueba, me hacen sentir vivo, fuerte, capaz de vivir el día a día, que bastante difícil se pone en numerosas ocasiones. Diríase que es como una especie de droga inofensiva (según como se mire...), que me alimenta el espíritu.
Foto de un rincón en las termas del Jordan |
El problema, lo remota de su ubicación respecto a la población de cierta entidad más cercana; en este caso, Calilegua. Según nos contó el responsable de nuestro hostel, el ingeniero Benitez, necesitabas de dos horas y media de angosta ruta forestal de ripio en alta montaña primero, para luego acceder a un antiguo camino Guaraní, que según las indicaciones que encontré por internet, requerían de un guía y de la ayuda de cuerdas en el descenso final. Las fotos eran atractivas y llevaba 'demasiados' días oxidado, sin hacer nada intenso o mínimamente motivante. Me sentí atraído, casi hipnotizado por la idea de llegar allí compaginándolo con el hecho que a las 10 de la mañana, debía estar operativo en la hostería para efectuar el check-out antes de proseguir el viaje familiar en el que estaba inverso.
El reto no era pues nada fácil. Sobre el papel, cinco horas de conducción, y otras cinco horas de trayecto a pie. Eso si no me perdía en un territorio que no había pisado nunca, sin mapas ni indicadores en el bosque más que la trazada de un camino que podía confundirse con otros caminos de pastoreo y de ruta caballar. Confié en mi instinto, y en el Angel de la Guarda que hasta ahora nunca me ha abandonado.
Puse el despertador a las 5:15 am. Avisé a mi madre para que fuera a dormir la parte final de la noche en mi habitación con mis hijos (el relevo...), comí dos piezas de fruta, y cuan Carlos Sainz de tercera división, pisé el acelerador. Era noche cerrada, ni luna, ni estrellas. Lejos de la civilización. Cero grados centígrados (invierno austral). Una insoportable radio local me hacía compañía con interminables cuñas publicitarias llenas de charlatanería. Tomaba las curvas al máximo que aquel coche de alquiler rutero me permitía.
Llevaba una semana incubando un virus que me transmitió mi hijo y que finalmente aquel mismo día, podría conmigo. Todos los indicadores eran claros: no tenía sentido intentar hacer lo que pretendía. ¿Qué iba a ganar con aquel 'paseo'? ¿Tan único era aquel lugar que merecía la pena todos los riesgos asumidos? La respuesta era racionalmente clara: no tenía sentido hacerlo. Pero allí estaba yo, hundiendo el pedal en el suelo de aquel tullido coche.
La única explicación y lo que me daba fuerza era ese binomio léxico: Dobaño Style (con mis disculpas a mi padre y hermana..., pero en google, todavía soy el 'Dobaño' con mayor repercusión cuantitativa, no cualitativa... y me gané el privilegio de apropiarme del apellido por ahora...).
Me había propuesto un reto, y este era difícil, pero factible. Debía intentarlo, dejarme la piel (no de forma literal), en el intento, y seguir demostrándome a mi mismo, que cuando las dificultades no programadas llamen a mi puerta, seré más fuerte que si me hubiera quedado en la cama aquella fría noche. Así lo veo, así lo vivo.
Llegué en 1 hora 15 minutos al inicio del camino. Que me perdonen los policías vocacionales que lean esto por el recorte del 100% del tiempo razonablemente estimado... Hay que decir en mi favor, que esa misma pista la había recorrido el día anterior y ya desde esos momentos, mi cabeza empezó a maquinar el reto, memorizando cada punto crítico del recorrido. Por suerte no hubo ningún susto.
Pero algo se me había escapado. Estábamos no muy lejos del solstício de invierno de aquel continente, y la duración de los días era menor. Noche cerrada, cerradísima a mi llegada al km 0 de la senda. ¿Qué podía hacer con cero visibilidad y sin un triste frontal? Nada. Esperar y hacer todavía más difícil el reto de estar a las 10 en la hostería. Solo pude darle cuerda a mi capacidad de sufrimiento, sabiendo que tenía que superar todavía más complicaciones de las inicialmente planificadas. Tambien reflexioné sobre la frase que me dijeron en la hostería en la que comimos el día anterior: 'una chica vasca campeona 'olímpica' de pelota, lo hizo corriendo en menos de dos horas...' Estaba todo dicho... jeje.
A la que vislumbré un destello de claridad, salí decidido a por las termas. Ochocientos metros de desnivel negativo inicial, cerca de 8 kms de ida y un camino desconocido y oscuro entre la selva. Nado en solitario y a bastante distancia de la costa sin miedo a los tiburones de los que últimamente se habla en las costas catalanas, ni otras posibles criaturas marinas, pero allí, en la Yunga, no las tenía todas conmigo, y más con tanta oscuridad, más solo que una luna desierta aquella noche. Agarré un tronco (del todo inútil si apareciera verdaderamente algún Yaguararé), pero que me dio confianza para empezar a trotar por entre barro y oscuras piedras. Máxima tensión en mis tobillos esguinzados antaño para evitar un drama.
La confianza iba in crescendo. Miraba el relog y el reto parecía factible. Empiezo a oír el agua del río. Optimismo.
Vista de las termas desde lo alto del camino, antes del punto crítico... |
Momentos de desánimo que duraron poco, porque de repente, el camino de descenso real, se hacía visible. Algo complicado, pero perfectamente asumible.
Una descarga de adrenalina recorrió mi espinazo. La partida estaba perdida, pero aquella suma de dificultades, NO podían dejarme así. Tenía que llegar a la maldita olla termal fuera como fuera. Y así lo hice, corrí lo que mis piernas heridas daban hasta descender a la olla más alejada de la desembocadura del río Jordan.
Cascada termal entre ollas |
El frío era intenso, mi estado de salud, cada vez peor, con una congestión enorme, dolor de garganta grande y el pecho muy cargado. Pero tal vez el agua sulfurosa curaría mis heridas sanguinolentas y calmaría mi afectación respiratoria. Ropa fuera, inmersión total. Segundos de paz absoluta, a más de 30 grados, bajo un agua azulada y sulfurosa. 30 segundos de calma chicha en aquella maravilla de la naturaleza (al final no era para tanto...), y sabiendo que cada minuto que pasaba, me iba a hacer más daño por estar fuera de hora.
Salí y me vestí todo lo rápido que pude.
Por delante, 8 quilómetros de subida (800 m desnivel positivo), y el infernal regreso por la pista forestal. Quedaban dos horas escasas para hacer lo que se suponía que requería casi seis horas...
Eché el resto. Lo que tenía, lo puse sobre el tapíz de juego... No había mucha altitud, pero la suficiente para mermar mis fuerzas, ya de por si mermadas por la enfermedad, el cansancio y el desentreno de unas semanas de casi inactividad deportiva.
Llegué al coche casi con lágrimas en los ojos. Absolutamente fundido y sabiendo que era imposible llegar a la hora. Gracias a que me llevé el teléfono de mi padre (el mío lo perdí una semana antes), pude escribir mientras corría un sms que enviaría a mi madre cuando viera una ralla de cobertura. El sofoco que llevaba metido en el cuerpo hizo evaporar hasta empañar los vidrios del coche en tan solo dos segundos. Otro contratiempo. No veía NADA. Tuve que abrir las ventanas y dejar que el aire a dos grados centígrados, entrara a discreción en el coche mientras volaba. Ideal para mi gripe. Curva a curva, el peligro crecía. Ya era una hora de trasiego y me cruzaba con motoristas, camiones, microbuses, todoterrenos... Qué estrés...
SMS enviado. Al menos salvaba el malestar por preocupación de mis padres, que ya era mucho.
Finalmente, freno de mano puesto frente a la hostería. 'Solo' 15 minutos tarde... Mis padres ni se imaginan lo que esa pequeña aventura ha supuesto para mi. Mis manos quedaron con dos lesiones temporales tendinosas por la tensión y presión con la que tuve que apretar el volante durante la ruta. La familia de virus que poblaba mi cuerpo hizo una fiesta cuando quedé plenamente a su merced tras ese desgaste (a la noche estaba con casi 40 de fiebre). Me esperaban ese mismo día casi 500 quilómetros de ruta en buena medida por montaña y tramos de ripio. Sobrevivir hasta la noche fue duro, muy duro.
Momentos antes de entrar en olla termal; mi rostro delata el sufrimiento y el frío |
Peor cara aun, pero prefiero no ocultarla... |
No traten de hacerlo en sus casas...
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